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13:08:49 18/01/2015

En 2005, Néstor Kirchner había incriminado al propio Estado en el atentado a la AMIA

El Gobierno está en pie de guerra contra el fiscal Alberto Nisman por su decisión de acusar a Cristina Kirchner, Héctor Timerman y otros de "confabulación criminal" para excluir a Irán de responsabilidad en la causa AMIA. No hace falta abundar en las implicancias institucionales y diplomáticas que semejante auto de acusación contra la Presidente tiene para el Gobierno pero también para el país.

Sin embargo, hace 10 años, Néstor Kirchner tomaba una decisión tanto más grave. El hecho pasó inadvertido y, sobre todo, sus implicancias: eran los comienzos de la gestión kirchnerista, Néstor y Cristina estaban en pleno idilio con todo el amplio espectro del activismo de derechos humanos y la opinión casi unánime de los analistas era –curiosamente- que el Presidente estaba reconstruyendo la autoridad del Estado.

 

Una audiencia en Washington

Varias ONG, entre ellas el CELS, habían denunciado al Estado argentino ante la CIDH (Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA) por violación del derecho a la vida, a la integridad física, a las garantías judiciales y a la tutela judicial efectiva, entre otros; todo en relación con la voladura de la AMIA. Hasta ahí, nada raro. Hay asociaciones que hacen de estas denuncias contra el Estado casi un leit motiv.

La CIDH convocó entonces a las partes a una vista, que tuvo lugar en marzo de 2005. Lo llamativo fue que, en esa audiencia, en Washington, el Ejecutivo Nacional aceptó autoincriminar a la Argentina y lo hizo el propio Presidente a través de un decreto (812/2005, publicado en el boletín oficial el 13 de julio de ese año), en cuyos considerandos recuerda que en aquella sesión "el Estado argentino, como consta en el acta suscripta (...), reconoció la responsabilidad que le incumbe por las violaciones denunciadas, en cuanto existió incumplimiento de la función de prevención por no haber adoptado medidas idóneas y eficaces para prevenir el atentado (...)".

En consecuencia, "el Presidente de la Nación Argentina" decretaba la aprobación del acta firmada en Washington en la audiencia convocada por la CIDH, "en la que se reconoce la responsabilidad del Estado Nacional (...) en relación con el atentado perpetrado el 18 de julio de 1994 contra la sede de la Asociación Mutual Israelita (AMIA), por incumplimiento de la función de prevención, habida cuenta del previo atentado terrorista contra la embajada de Israel, y encubrimiento grave y deliberado de la función de investigación adecuada del ilícito".

El hecho fue poco comentado en aquel momento –e inadvertido por la opinión pública- y al parecer pocos dirigentes y analistas midieron la gravedad de esta iniciativa kirchnerista. Debe haber pocos casos en el mundo, si los hay, en que un Presidente incrimine al Estado que representa. Y si cada país que sufre más de un atentado, debe culparse a sí mismo por no haber podido evitar el segundo, las cortes internacionales estarían saturadas.

La acusación del fiscal Alberto Nisman contra Cristina Kirchner afecta la imagen presidencial, pero antes que nada, en razón de su investidura, la del país. Pongámonos por un instante en el lugar de un observador externo que ve cómo Argentina no cesa de acusarse a sí misma –en la persona de sus mandatarios-por un ataque terrorista del que fue víctima.

Pero no afecta menos la imagen del país aquel arbitrario decreto de 2005, motivado seguramente por el rédito que, en aquellos primeros años de mandato, sacaba Néstor Kirchner del hecho de haberse convertido en supuesto paladín de todas las injusticias no reparadas en la Argentina.

 

Críticas que son un búmeran

Los funcionarios del Gobierno proclaman hoy con énfasis y sin medias tintas que al fiscal Nisman "le dan letra" los servicios de inteligencia de Israel y Estados Unidos. Lo dijeron voceros oficiosos, pero lo afirmó incluso el propio ministro de Defensa, Agustín Rossi. Es una acusación grave, pero también autodescalificante, porque de ser cierto revelaría algo que el kirchnerismo sabía y no dijo hasta ahora. Basar una acusación en información provista por la Inteligencia de otro país es insustancial porque es evidente que los datos proporcionados lo son con una intencionalidad determinada y carecen de objetividad. Como prueba en un juicio serían pasibles de nulidad.

Ahora bien, ese argumento es tan válido para la actual acusación del fiscal contra Cristina Kirchner como para el expediente sobre la autoría del atentado. ¿Por qué lo que fue bueno para una cosa no lo es para otra?

El presidente Néstor Kirchner, que aceptó como válidas las acusaciones de Nisman y se convirtió en su vocero llevándolas al atril de Naciones Unidas en septiembre de 2007, no hubiera podido alegar ignorancia. En aquellos años varios periodistas –incluso en medios cercanos al Gobierno- publicaron estas versiones.

Fue el caso, por ejemplo, Raúl Kollman, en Página 12: "Las pruebas contra los imputados son insuficientes y se basan en informes de inteligencia de la SIDE argentina, la CIA y el Mossad, orientadas a sostener las posiciones norteamericana e israelí contra Irán". Varios años más tarde, wikileaks daría sustento a esto.

Pero el signo distintivo de la administración kirchnerista respecto del atentado contra la AMIA fue la sobreactuación. A su llegada al Gobierno, Néstor y Cristina –sobre todo ella, porque había sido activa en el Congreso en el uso del tema como ariete contra los anteriores gobiernos- casi prometieron un inminente esclarecimiento, hablaron del hallazgo de las cintas con escuchas telefónicas decisivas, cortejaron a la comunidad judía argentina –y también a la de Estados Unidos, que todos los años los recibía con los brazos abiertos y les cedía el púlpito de alguna universidad prestigiosa-, y, sobre todo, buscaron incriminar a anteriores gestiones. Como en otras materias, también aquí el relato sostuvo que nadie había hecho nada hasta entonces, y para demostrarlo nada mejor que subrayar la responsabilidad de otros. Hasta la exageración de declarar "culpable" al Estado nacional.

El paso del tiempo iría revelando que las cosas no eran tan sencillas. Y que las exageraciones discursivas tarde o temprano pasan factura.

Incriminar a un presidente es algo grave. Hacerlo por conspiración para desviar la investigación de un atentado terrorista lo es mucho más. Es un desafío institucional. Y ése es la otra línea argumental del oficialismo. Aníbal Fernández, nuevamente Secretario General de la Presidencia, llegó incluso a argumentar, no sin razón, que las decisiones políticas de gobierno no pueden ser judiciables: "Creer que las decisiones de la Presidenta pueden estar subordinadas al pensamiento de un fiscal es una locura".

Pero este mismo Gobierno tiene responsabilidad en la creación de un clima iconoclasta hacia instituciones y personas que las encarnaron alguna vez. Esto iba desde "detalles" como ceder el despacho presidencial para un sketch cómico contra Fernando de la Rúa –con un "bolo" de Kirchner incluido- hasta otras iniciativas más pesadas, como amagar con cargarle la responsabilidad de algunos muertos a su inmediato antecesor Eduardo Duhalde. Y, antes de volverse necesario por su voto en el Senado, Carlos Menem fue uno de sus blancos preferidos –de hecho, lo sigue siendo espasmódicamente- y el mismo fiscal hoy detestado fue el encargado de acusar al ex presidente por supuesto encubrimiento del atentado. Tampoco faltó el intento de convocar a Isabel Perón en causas por violación a los derechos humanos –una iniciativa que fue frenada por España. Todas iniciativas que no dañan sólo la imagen de esas personas, sino la del Estado argentino.

Es un clima de descalificación permanente que no mide rangos, investiduras, jerarquías ni representaciones el que el propio kirchnerismo ha instalado. A los acólitos de la Presidente les gustaría apelar hoy en su defensa a una institucionalidad que antes devaluaron.